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Jueves 26 de Abril de 2001

El denominador común de las juntas generales de accionistas que se celebran estos días reside en que los informes presentados por presidentes y consejeros delegados no abundan en compromisos y reiteraciones sobre la creación de valor para el accionista.

La evolución reciente de las bolsas no admite bromas. Podría parecer, así, que el objetivo de creación de valor para el accionista es propio de momentos de efervescencia bursátil; ciertamente, no es el caso: la propiedad de la empresa determina en cualquier circunstancia sus objetivos prioritarios. Sin embargo, se adivina una cierta crisis de la cultura empresarial nacida al calor del movimiento de la creación de valor para el accionista, en beneficio de culturas alternativas que apenas han podido resistir la hegemonía mostrada por la anterior en los últimos años.

El movimiento de la creación de valor surge a comienzos de los años ochenta. Su mejor reflejo se encuentra en las pautas directivas establecidas desde 1981 por Jack Welch en General Electric, una empresa que se había situado desde comienzos de siglo a la cabeza tecnológica de un buen número de sectores; de la mano de Welch, General Electric ha generado un paquete importante de innovaciones organizacionales en las dos últimas décadas del siglo pasado. Por razones que no vienen a lo que nos ocupa, muchas de las empresas nacidas al
amparo de la última ola tecnológica hicieron suyas tales innovaciones; en bastantes ocasiones llevándolas hasta el paroxismo.

Compraventas

Sin ánimo de exhaustividad, las empresas que se han adherido a esta cultura empresarial deben a General Electric la idea de que la reestructuración permanente de la cartera de negocios corporativa, mediante compras y ventas de empresas, permite mantener posiciones de liderazgo; no hace falta invertir mucho en I+D, basta con comprar empresas. También deben a General Electric el downsizing empresarial, es decir, la concentración de las actividades empresariales en torno a las competencias básicas y la reducción correspondiente de la estructura corporativa y el empleo.

Igualmente, sus estrategias han sido tributarias de la idea de que la integración vertical hacia los mercados finales mediante la oferta de servicios adheridos a la oferta principal de productos, especialmente servicios financieros, conviene a los accionistas. La lista sería interminable. Para evitarlo, citaré la atracción por el negocio de los medios de comunicación y, finalmente, el manejo de la estructura financiera, por ejemplo, a través de la compra de acciones propias como método de creación de valor.

Naturalmente, el movimiento de la creación de valor ha ocasionado beneficios importantes, especialmente para quienes los han obtenido. La desaparición de la espuma de las cotizaciones bursátiles invita a analizar sus patologías. La historia de las empresas que han querido hacer suya la cultura del valor empieza a ser bien conocida; puede ser escrita en clave de sus relaciones con los diferentes grupos de interés que concurren en la actividad empresarial.

A diferencia de otras culturas empresariales, la que nos ocupa no aprecia demasiado el compromiso y lealtad entre empresas y trabajadores: un nonsense, según Welch. Dicen que un dicho recurrente en los círculos directivos americanos de esta clase de cultura corporativa era: "Si quieres lealtad, cómprate un perro". Queda por saber si la consecuencia inmediata de lo anterior, esto es, que las empresas prescindan de cualquier inversión en empleabilidad de los trabajadores y la ausencia de vínculo de largo plazo entre empresas y trabajadores favorecen el crecimiento de la productividad.

Lo sabremos pronto. Lo que se sabe ahora es que, al menos en Estados Unidos, la fidelidad de los clientes a las marcas se ha reducido significativamente en los últimos años, como queda evidenciado por un buen número de estudios sobre comportamiento del consumidor en compras repetidas de un mismo producto. También conocemos la ansiedad de los inversores respecto de las empresas que se rigen por este modelo cultural. Antes de la crisis, la duración media de las posiciones en Amazon.com o Yahoo! eran, respectivamente, 7 y 8 días, frente a los 14 meses de empresas tecnológicas más tradicionales como IBM (Business Week). Es difícil que, cuando las cosas van peor, los inversores respondan a las admoniciones de los analistas que predican la conveniencia de mantener posiciones y de construir posiciones sobre la base de los fundamentos de los resultados.

Lo anterior ha llevado a algún estudioso de estos asuntos, por ejemplo Yankelovich, a señalar como las empresas americanas dominadas por este tipo de cultura corporativa han venido perdiendo (cambiando) la mitad de sus clientes cada cinco años, de sus empleados cada cuatro, y de sus accionistas en menos de un año. Creo que no me equivoco si afirmo que la lealtad se va a poner de moda.

El concepto de empresa sostenible –¿ habría que decir de creación de valor sostenible?– es bastante antiguo y se refiere esencialmente a la evidencia de que en el largo plazo los resultados empresariales mejoran si se mantienen relaciones no oportunistas con los diferentes grupos de interés que concurren en la actividad empresarial: empleados, clientes, proveedores, y comunidades sociales donde se opera.

La penúltima reaparición del concepto tuvo lugar en la recesión económica anterior y paradoja de las paradojas– respondió a la comprobación del estancamiento de la productividad en la economía americana en los primeros años de la década de los noventa. En la época, recibió cobijo doctrinal en el Partido Demócrata americano y disfrutó de la atención de académicos como Michael Porter, quien se atrevió a proponer al Congreso de Estados Unidos la presencia en los consejos de administración de las corporaciones americanas de representantes de clientes, proveedores, empleados y comunidades sociales. Era la economía y las empresas de los stakeholders (grupos de interés).

El debate, académico y social, cruzó después el Atlántico y se refugió en el nuevo laborismo y en los escritos de algunos profesores acreditados del Reino Unido, por ejemplo John Kay, y algunos documentos de la OCDE sobre el reparto de los beneficios (valor). Después, desapareció de la escena pública expulsada por las primeras llamaradas bursátiles de los valores tecnológicos. Hasta hoy.

Innovaciones

Cada cultura corporativa es titular de un paquete de innovaciones organizacionales; además, sus protagonistas abrigan la ambición de elevarlas a la categoría de valores sociales. La cultura de la empresa sostenible ha venido desarrollando, sin estridencias, algunas de interés notable a lo largo de los últimos años. Una de las más prometedoras consiste en la potenciación de los derechos de propiedad de los ahorradores que confían la gestión de sus patrimonios a los inversores institucionales.

El éxito de los fondos de inversión “verdes”, es decir, que restringen sus inversiones en renta variable a empresas que disfrutan de un rating favorable en materia de medio ambiente, respeto a los derechos humanos, responsabilidad social o comunicación con los grupos de interés nos ha enseñado lo que cabía esperar: que los ahorradores quieren orientar la gestión de su patrimonio, que existe una correlación estrecha entre este tipo de rating y la calidad de los beneficios empresariales, y que en los ránkings de sostenibilidad no aparecen muchas empresas que hayan abrazado en el pasado la cultura corporativa de la creación de valor para el accionista. Algo más que una moda.

26 de abril de 2001

Es tiempo de actuar

Es el momento de dejar de pensar que puede hacer el planeta por ti y pensar qué puedes hacer tú por el planeta.

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