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Lunes 07 de Marzo de 2011

Más allá del protagonismo del cambio climático, estas son las últimas investigaciones -y sorpresas- sobre las agresiones a la atmósfera. Entre ellas, las consecuencias de graves episodios de contaminación urbana, como los sufridos en Madrid y Barcelona en febrero.

El 4 de diciembre de 1952 se extendió una densa niebla sobre Londres. No era inusual, así que ¿por qué asustarse? Pero esa semana murieron en la ciudad 4.000 personas más de lo habitual, y la cosa no quedó ahí. La nube asesina mantuvo su efecto durante meses y mató a 12.000 ciudadanos. ¿Qué pasó? Los problemas respiratorios de las víctimas apuntaban a una epidemia de gripe. Pero no. Cinco décadas más tarde, investigadores en calidad del aire y epidemiólogos lograron reconstruir el caso e identificar al culpable: la contaminación. Sin más. Las calderas de carbón convirtieron el aire londinense en un veneno.

Conclusión: la contaminación mata.
Fuente: El País

El pasado febrero, Madrid y Barcelona -y Milán, Nápoles, Roma...- habrían tenido que adornar sus boinas con la advertencia de sus autoridades sanitarias: "Respirar el aire de su ciudad es perjudicial para su salud". En las últimas semanas, algunas estaciones de control de calidad del aire en Madrid han registrado picos de dióxido de nitrógeno de 300 y hasta casi 400 microgramos por metro cúbico, muy superiores a los considerados nocivos por la Organización Mundial de la Salud (OMS). Tres estaciones de medición ya han superado el máximo permitido por Europa para todo un año.

Se diría que en las últimas décadas las urbes del mundo desarrollado, asustadas tras el suceso de Londres y otros similares, ya habían aprendido a controlar su aire. Los expertos internacionales concentraban sus advertencias sobre todo en las megaciudades que hoy crecen de forma desbocada en Asia y América Latina, y cuyos habitantes viven inmersos en un fluido tóxico cada vez más parecido al veneno londinense. Pero no, la Europa actual tampoco está libre de la contaminación urbana.

Además, en el siglo XXI el problema ha variado de escala. Se ha vuelto global. Los dos siglos -desde la revolución industrial- que la humanidad lleva alterando la atmósfera están teniendo consecuencias planetarias. La química del cielo ha cambiado, y como resultado tenemos un planeta más oscuro y nubes cargadas de sustancias químicas que nunca antes habían estado ahí.

¿Cuáles serán los efectos a medio y largo plazo? ¿Cómo afecta la nueva química del cielo a los millones de microorganismos -bacterias, hongos, virus- que viajan cada día adheridos al polvo atmosférico (sí, es otra sorpresa reciente: los microorganismos emigran por vía aérea y pueden llegar a establecerse allí donde llegan). Solo ahora -con datos de satélite, chips de ADN y sensores hipersensibles- empieza a estudiarse estas cuestiones en profundidad. Repasamos las últimas y más punteras investigaciones en torno al aire que nos envuelve.

A los pulmones y a la sangre

Es hora punta en Madrid. Los coches, muchos de motor diésel, arrancan, avanzan unos metros, frenan y vuelta a empezar. A cada minuto, peor humor. También más contaminantes. Cada frenazo expulsa al ambiente un chorro de cobre, antimonio, estaño, manganeso, zinc o bario, metales procedentes del desgaste de frenos, ruedas y firme -el llamado "polvo de rodadura"-; cada golpe de motor escupe sobre todo óxidos de nitrógeno y de azufre. En conjunto, una sopa tóxica que acabará en los edificios, en el suelo... y en el interior de los madrileños. Todas las principales ciudades españolas superaron los niveles permitidos de algunos contaminantes en 2010. Y ya hemos visto el estreno de 2011. Madrid tiene 2.100 coches por kilómetro cuadrado. Barcelona, 6.010; Valencia, 2.600; Londres, 1.300; Oslo, 400.

Xavier Querol, del Instituto de Diagnóstico Ambiental y Estudios del Agua del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), lleva más de una década investigando los ingredientes del aire en ciudades de toda España, con algunos de los instrumentos más sensibles disponibles hoy. En Madrid, su equipo ve desde el arsénico que emiten las calderas de carbón del barrio de Salamanca hasta las moléculas de cocaína en suspensión -toda una demostración de sensibilidad instrumental, dado que ambas sustancias están en cantidades ínfimas e inocuas-. Querol concluye que la receta media del aire urbano español lleva un 15% de polvo de rodadura, un 35% de partículas del tipo ultrafinas (de millonésimas de milímetro) procedentes de los motores, un 30% de óxidos de nitrógeno y azufre y un 15% de polvo mineral (producto sobre todo de las obras).

Esos números no son buenas noticias. Indican que la inmensa mayoría de la contaminación urbana viene del tráfico, y que "algunos contaminantes no están disminuyendo en nuestras ciudades a pesar de los esfuerzos de la industria automovilística para que los coches emitan menos", dice Querol. Los diésel, cada vez más extendidos, emiten más partículas ultrafinas y gases, y por tanto agravan el problema.

Cada vez hay más indicios de que las motas ultrafinas, las más pequeñas, son peligrosas. Las leyes actuales europeas sobre calidad del aire urbano solo tienen en cuenta partículas de más de 2,5 milésimas de milímetro, cien veces más pequeñas que el grosor de un cabello humano; pero muchos opinan que debería legislarse también sobre las que miden apenas millonésimas de milímetro.

"Las partículas gruesas, al ser inhaladas, se depositan en los conductos bronquiales y pueden empeorar las patologías respiratorias", explica el epidemiólogo Jordi Sunyer, del Centro de Investigación en Epidemiología Ambiental (CREAL) y el Instituto Municipal de Investigación Médica (IMIM), en Barcelona. "Pero las partículas más finas se depositan en los alveolos y pueden llegar al torrente sanguíneo. Pueden tener también efectos sobre el sistema cardiovascular". Sunyer dirigirá los próximos años un proyecto de la Unión Europea para investigar si el polvo ultrafino llega incluso al cerebro e interfiere con el desarrollo cognitivo.

Poner pantallas al sol

El planeta es ahora más oscuro que hace tres décadas. Un grupo de investigadores en Estados Unidos recopilaron datos sobre visibilidad atmosférica obtenidos entre 1973 y 2007 en 3.250 estaciones meteorológicas de todo el mundo, y tras contrastarlos con observaciones de satélites atribuyeron el fenómeno a la contaminación. Su trabajo se publicó el pasado año en la prestigiosa revista Science.

Sucede que muchos de los gases y las partículas que nublan el aire urbano ascienden, se quedan en la atmósfera durante semanas e incluso se alejan de donde nacieron. Entretanto, cambian física y químicamente. Los óxidos de nitrógeno, por ejemplo, se transforman en ozono troposférico -muy tóxico- al exponerse a la luz solar. Los óxidos de azufre dan ácido sulfúrico, que vuelve al suelo en forma de la venenosa lluvia ácida. Las famosas partículas ultrafinas, por su parte, tienen carga eléctrica, lo que las hace amalgamarse en una especie de discos microscópicos. En cualquier caso, la contaminación tiene un radio de acción más amplio que el estrictamente urbano, y a lo largo de los siglos ha logrado envolver al planeta en una capa muy tenue, pero ya capaz de apantallar al sol.

Las partículas de contaminación se llaman aerosoles. También hay aerosoles naturales, como el polvo del Sáhara, pero sus niveles no han cambiado en las últimas décadas tanto como los generados por la acción humana. La pregunta es cómo nos afecta la contaminación planetaria. "Esta es una de las áreas de investigación más activas ahora mismo", dice Querol.

No está claro el papel de los aerosoles. Se sabe que son importantes, en concreto en el comportamiento del clima global, pero ¿cómo? En principio se diría que enfrían la superficie porque reflejan al espacio la luz solar -y, como se ha dicho, oscurecen el planeta-. Pero en algunas regiones su efecto es el opuesto: absorben el calor que refleja la superficie terrestre y calientan la atmósfera. Querol cree que eso es precisamente lo que pasa en España.

Polvo con sorpresas

Sergio Rodríguez, del Centro de Investigación Atmosférica de Izaña (Agencia Estatal de Meteorología), investiga sobre aerosoles en Tenerife. Su trabajo consiste en analizar aire limpio, o más bien aire no contaminado con fuentes locales. Lo captura a 2.400 metros de altura en Izaña, un observatorio convertido en meca para meteorólogos de todo el mundo y que alberga una de las 25 estaciones de la Red de Vigilancia Atmosférica Global. El aire ahí es perfecto para estudiar contaminación global. En Canarias, los vientos alisios crean una capa de nubes que aísla las cumbres, así que en El Teide, donde está Izaña, no llega la polución de los coches isleños, sino aire del Atlántico medio, que se desplaza a 4.000-5.000 metros de altura, hasta que baja en Tenerife.

Los instrumentos lo filtran con láminas de microfibra de cuarzo y analizan el tamaño y la composición química de los aerosoles que quedan atrapados. Así los investigadores distinguen entre las partículas originadas por la acción humana y el polvo del Sáhara, por ejemplo.

Rodríguez y su grupo han obtenido estos meses un resultado sorprendente. Al contrario de lo que se creía, muchos de los aerosoles antropogénicos que llegan a Izaña no vienen de Europa, sino de las refinerías y fábricas de fertilizantes del norte de África. "El polvo viene recubierto de sulfatos, nitratos y amonio, y eso cambia mucho su influencia en el clima", explica Rodríguez. "Cuando están recubiertos por contaminantes, los aerosoles reflejan todavía más luz solar al espacio, y también cambia la manera en que favorecen, como semillas, la formación de nubes".

Una de las consecuencias del cambio climático es que aumentará la sequía y, con ella, la cantidad de polvo africano en la atmósfera. De hecho, la predicción ya se está cumpliendo, con una sequía en el Sahel que se prolonga ya desde hace tres décadas. El resultado de Rodríguez sugiere que el polvo llegará cubierto de más y más contaminantes -consecuencia del desarrollo del norte de África-. Será algo que los modelos de clima tendrán que tener en cuenta.
Nubes bacterianas

No son contaminantes lo único que se pega a los entre 60 y 200 millones de toneladas de polvo que el Sáhara emite cada año. El polvo es de por sí rico en nitrógeno, fósforo y hierro, y tiene un papel importante en la fertilización del plancton oceánico e incluso de las selvas tropicales. Pero el polvo lleva polizones: millones y millones de microorganismos. Louis Pasteur ya demostró a finales del siglo XIX que los gérmenes viajan por vía aérea, pero solo recientemente se ha descubierto que bacterias, hongos y virus se desplazan miles de kilómetros adheridos a las partículas. Las imágenes de satélite muestran nubes a veces tan extensas como toda la península Ibérica.

Hasta hace poco se asumía que la atmósfera es un medio hostil. El polvo viaja a 2.000-4.000 metros de altura, donde la sequedad y la esterilizante radiación solar ultravioleta son muy intensas. Pero en los últimos años los investigadores han advertido de que los microorganismos se las arreglan para protegerse -algo que constituye en sí mismo un misterio- y conservan la capacidad de formar colonias al llegar a su destino.

Isabel Reche, de la Universidad de Granada, y Emilio O. Casamayor, del Centro de Estudios Avanzados de Blanes, han liderado un proyecto internacional financiado por la Fundación BBVA para estudiar el fenómeno. Los investigadores aspiraron aire de zonas sin contaminación local, en concreto de lagos de alta montaña, lo filtraron y extrajeron el ADN de los organismos presentes. "Los métodos tradicionales revelaban bastante menos de lo que hay realmente", explica Reche. "Por eso se conocía hasta ahora menos del 0,1% de las 500 bacterias presentes por litro de aire. El análisis de ADN, en cambio, detecta la mayoría de los organismos en la muestra".

Los resultados, presentados en varias publicaciones científicas, muestran que las lagunas de Sierra Nevada y Pirineos albergan microorganismos "que también hemos encontrado en el suelo de Mauritania", dice Reche. "Es sorprendente". El proyecto se extiende a lagos de los Alpes (Austria); la Patagonia argentina; las islas Bylot, en el Ártico (Canadá), y el archipiélago de las Shetland del Sur (Antártida).

Con el cambio climático, el fenómeno de los microorganismos viajeros va en aumento -más sequía se traduce en más polvo atmosférico-. De nuevo, los investigadores se preguntan por las consecuencias. Se sospecha que algunos cambios no son positivos. Poblaciones de corales en el Caribe parecen sufrir ya por una cobertura excesiva de polvo, y se investiga también el posible efecto de las "nubes bacterianas" sobre la salud humana.
¿Y el agujero de ozono?

Subamos aún más en la atmósfera, entre 10 y 35 kilómetros. De lo que ahí ocurre llegan titulares todos los otoños puntualmente. Los de 2010 eran buenas noticias: el agujero de ozono sobre la Antártida está disminuyendo. Pero Margarita Yela, del Instituto Nacional de Técnica Aeroespacial (INTA), y una de las principales expertas en física atmosférica, advierte contra una visión "demasiado simplista": "En los últimos años, la atmósfera media antártica se está comportando de manera imprevisible; esto ha provocado que la magnitud del agujero de ozono haya dependido más de las variaciones en la temperatura y de la dinámica atmosférica que de la carga de halógenos [compuestos destructores del ozono]". La capa de ozono evita que más del 90% de la radiación solar ultravioleta alcance la superficie terrestre. En los años setenta se predijo, y en los ochenta se confirmó, que compuestos industriales con cloro y bromo sufren en la atmósfera reacciones químicas que destruyen el ozono. En 1987 se adoptó el Protocolo de Montreal para reducir estos compuestos, con resultados positivos: la capa de ozono en la Antártida podría recuperarse hacia 2080.

Pero los investigadores no están satisfechos, porque ha aparecido un nuevo factor de incertidumbre: ¿cómo afecta el cambio climático al adelgazamiento de la capa de ozono? "Hay nuevas y más sólidas pruebas de que los cambios en el ozono estratosférico inciden sobre el clima terrestre, y viceversa", se afirma en el informe del pasado diciembre de la Organización Meteorológica Mundial.

La investigación del clima se beneficiará esta próxima década de los grandes avances en la capacidad de estudiar la atmósfera con satélites. Nunca antes habían tenido los científicos tanta información sobre la Tierra a vista de pájaro. En concreto, uno de los retos más acuciantes ahora es identificar desde el espacio las fuentes emisoras de gases de efecto invernadero, porque solo así se podrá poner en marcha un mercado internacional de carbono eficaz -no hay actualmente un método fiable para comprobar que todo el mundo declara lo que emite-. Ese era el objetivo del satélite OCO (Observatorio Orbital de Carbono), de la NASA, cuyo lanzamiento falló en 2009. La Agencia Espacial Europea (ESA) prepara ya una alternativa, el Carbonsat, que se lanzará en 2018.

Es tiempo de actuar

Es el momento de dejar de pensar que puede hacer el planeta por ti y pensar qué puedes hacer tú por el planeta.

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