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Viernes 22 de Noviembre de 2002

Sostenía Albert Hirschman en “Exit , Voice and Loyalty” que las organizaciones sufren una tendencia invencible hacia el deterioro , que se manifiesta, por ejemplo, en la pérdida de calidad de sus productos o en la desatención respecto de sus clientes. Que una empresa no se apoltrone, o una economía crezca, tiene que ver con el funcionamiento de dos mecanismos de expresión del descontento: sus clientes cambian de empresa proveedora; los mismos clientes protestan y exigen la restauración de las condiciones de calidad prometidas. El estudio del primer mecanismo constituye uno de los pilares del análisis económico; de aquí la importancia que los economistas conceden a la competencia. Sin embargo, algo debe pasar, porque proliferan los departamentos de quejas y reclamaciones, los defensores del cliente y, más recientemente, la adopción de responsabilidades de todo tipo por parte de las empresas.

Debería bastar con que el consumidor disfrutara de un abanico amplio de posibilidad de elección entre oferentes para que las organizaciones se vieran condenadas a mantener siempre una tensión apreciable; el desmayo conduciría inmediatamente a la desaparición. Sin embargo, las cosas no siempre suceden así; digamos que el capitalismo de nuestros días admite la existencia de organizaciones flácidas. La razón podría apuntar a que, en un buen número de mercados, coexisten clientes que parecen conformarse con cualquier cosa con compradores que están a la que salta. Si los primeros constituyen la totalidad de los clientes de una empresa, no hay estímulo a limitar el deterioro; si la empresa se enfrenta a una clientela avisada, no hay posibilidad de error. En general, hay una combinación de clientes indolentes y exigentes.

Pues bien, en el segundo caso la queja puede anteceder al abandono de la empresa. Dicho en otros términos, la protesta constituiría para la empresa la forma menos costosa de saber que las cosas no van bien y que urge ponerse a régimen. Obviamente, el mecanismo sólo funciona si los clientes insatisfechos creen que sus quejas serán atendidas; en otro caso, no perderán el tiempo.

Lo anterior debería servir para interpretar lo que sucede en España respecto del funcionamiento de los servicios de quejas y reclamaciones de muchas de las grandes empresas, especialmente de las que suministran servicios básicos. La experiencia más común sugiere que son trincheras defendidas por gentes de buena voluntad y nula capacidad de decisión, que han sido puestas allí para no pestañear ante insultos y decibelios. Esa misma experiencia indica que el ejercicio de la queja es extremadamente costoso y nada remunerador; si es posible, lo mejor es marcharse cuanto antes. Sólo encuentro una explicación respecto del desprecio que las empresas hacen de la información proporcionada por los clientes exigentes: mejor quitárselos de encima; no vaya a ser que sus protestas tengan efectos educadores sobre los clientes pacientes y se ponga al descubierto la flacidez. Por eso, para conocer la calidad de una organización, conviene iniciar la visita por el departamento de quejas.

Alberto Lafuente Félez (*)Miembro del Consejo Editorial de EXPANSION y La Actualidad Económica

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