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Domingo 02 de Febrero de 2003

Vengo, desde hace algún tiempo, preguntándome qué lleva a ciertos inversores institucionales americanos y europeos de renombre a seleccionar sus carteras de acciones de acuerdo con la observancia por parte de las empresas de prácticas responsables en relación al medio ambiente, accionistas, empleados, clientes o comunidades sociales donde desarrollan sus actividades. Parece que tiene que ver con las exigencias de sus partícipes; incluso con el hecho de que las empresas serias muestran mejores registros de rentabilidad a largo plazo que las que se dan al gamberrismo; aparentemente, con los fenómenos de saqueo de los bolsillos de casi todos, perpetrado por los directivos de algunas empresas notorias. También con la evidencia de que la reputación cuenta; tanto en los medios sociales como empresariales. No hace falta ir tan lejos. La moda de la responsabilidad social corporativa es la primera y más moderna manifestación de la urbanidad aplicada al mundo de los negocios.

La disciplina de la urbanidad nace en 1530 con una obra menor de Erasmo, De civilitate morum puerilium, que hizo fortuna hasta finales del siglo XIX; al cabo, como manual escolar. Y es que la codificación de conductas ha disfrutado, a lo largo de la historia de la humanidad, de grandísimo predicamento. El último recibe el nombre de la corrección política. Al tiempo que Erasmo ordenaba las maneras de los jóvenes de la época, comenzaba el alumbramiento de la innovación tecnológica más importante después del descubrimiento de la rueda: la sociedad anónima, es decir, la responsabilidad limitada de quienes eligen la dedicación a la actividad empresarial. La asociación temporal no es caprichosa: la primera sociedad anónima de la que se tiene noticia, La Compañía Holandesa de la Indias Orientales, nació en 1602. Después, la administración social de la urbanidad empresarial, esto es, de los efectos de sus actividades sobre la sociedad (las famosas externalidades de los economistas) fue delegada en las facultades policiales del Estado; el género literario de la urbanidad quedó relegado a la educación de las personas físicas. Las otras, las jurídicas, recibían el amparo regulador de la ley.

Pero las cosas están cambiando. Así, la vicepresidenta de la Comisión Europea, Loyola de Palacio, suele calificar a las empresas responsables de desafueros como los de Aznalcóllar o el Prestige con los mismos adjetivos que utilizamos todos cuando advertimos en un paisaje los restos orgánicos de una comida campestre, o nos vemos obligados a torcer el paso por la adherencia insospechada de un chicle en la suela del zapato: unos guarros. La reconciliación de las personas jurídicas con la urbanidad responde al género de evidencias que parece haber existido siempre, aunque naciera anteayer: no está bien echar al suelo de la calle una cajetilla de cigarrillos vacía, o tratar con desprecio a una persona mayor. De la misma manera, tampoco está bien verter los residuos generados en un proceso industrial en el río más cercano, o despedirse a la francesa de una comunidad cuando las circunstancias obligan a cerrar un establecimiento. Lamentablemente, las empresas de nuestros días no disponen de una manual erasmista de urbanidad corporativa, aunque las instrucciones del Global Reporting Initiative y el código de conducta para las empresas multinacionales patrocinado por la OCDE ofrecen pistas valiosas acerca de cómo las empresas deberían comportarse en sociedad. Lo que hay por ahora es, sobre todo, la perplejidad de los niños si son advertidos en falta; por ejemplo, cuando no envuelven el chicle en un papel para depositarlo en la papelera más próxima, es decir, poco antes de que se pegue a la suela del zapato del viandante más próximo, o la de las empresas cuando descubren que los vecinos sufren con los malos olores, los clientes protestan por los servicios defectuosos, o los países padecen la corrupción empresarial de sus Estados. No hay que desanimarse: la urbanidad empresarial es una disciplina propia de edades infantiles. En cuanto a los adultos, el mejor argumento para indicar a un directivo la inconveniencia de una determinada práctica empresarial es el mismo que se aplica a la urbanidad de las personas físicas: ¿lo harías en tu casa?.

Naturalmente, sería absurdo hacer de la ciudadanía corporativa un repertorio de normas legales. La urbanidad disfruta de una sutileza que reñiría con el BOE. En términos generales, el informe Aldama acierta cuando prescinde de predicar la elevación de sus recomendaciones a rango de legalidad. Por ejemplo, nadie en su sano juicio pretendería facilitar la seducción amorosa de un /una ecologista mediante el regalo de unas flores: sólo valen las macetas. Pero no hace falta que lo diga un decreto. Dicho en otros términos, la urbanidad empresarial es un ejercicio de perspicacia y de sentido común: no hay que molestar y conviene llevarse (bien) con los vecinos. Una última advertencia: la urbanidad propende al manierismo, es decir, al estiramiento del dedo meñique cuando se empuja la taza de café hacia los labios. Aunque facilita la distinción respecto de los competidores, la exageración es nociva. Se trata simplemente de saber, y que sepan, que el domicilio físico o jurídico no es un lugar adecuado para asaltar a accionistas, clientes o empleados. No volverían a aceptar una invitación a cenar en casa, aunque se haya dispuesto el tenedor a la izquierda del plato.

Alberto Lafuente Félez es catedrático de la Universidad de Zaragoza

Es tiempo de actuar

Es el momento de dejar de pensar que puede hacer el planeta por ti y pensar qué puedes hacer tú por el planeta.

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