Mario Rodríguez, director para la Transición Justa y Alianzas Globales de ECODES, defiende por qué la energía nuclear y el gas no tienen lugar en la nueva taxonomía verde europea

La llamada   taxonomía   verde que está desarrollándose en la Unión Europea para clasificar qué tipo de actividades pueden ser consideradas sostenibles o verdes es una de las herramientas más eficaces y eficientes para orientar las inversiones financieras con el fin de acelerar la transición ecológica que, no olvidemos, ha de ser justa y no dejar a nadie atrás. Si se define y utiliza adecuadamente, es un sistema muy potente para que Europa avance hacia la sostenibilidad y descarbonización de la economía como vía para combatir y solucionar el cambio climático.

Sin embargo, la propuesta de taxonomía verde de la Comisión Europea, que hemos conocido según comenzaba 2022, incluye en la lista de inversiones   verdes la energía nuclear y el gas. De aprobarse finalmente, minaría la credibilidad de este nuevo sistema europeo para impulsar las inversiones sostenibles. Si lo que se pretende es cambiar las cosas para que todo siga igual, entonces podríamos estar a las puertas de una de las operaciones de greenwashing más grandes de la historia. Apostar por la energía nuclear y el gas agravaría la crisis ambiental y la transición energética hacia un sistema 100% renovable, la vía más eficiente para afrontar con éxito la situación de emergencia climática que vivimos.

El papel de la energía nuclear y el gas en un proceso de transición energética hacia un sistema 100% renovable ha de ser lo más corto y menos costoso posible. Pretender calificar como verdes dos tipos de energía que no lo son por su elevado e inasumible impacto y coste ambiental, puede desviar inversiones con cargo a los fondos Next Generation hacia ellas para seguir alargando su agonía. Esto traería como consecuencia la reducción de inversiones en tecnologías e infraestructuras necesarias para la rápida implantación de las energías renovables y la generación de activos varados que frenarían la transición energética.

La piedra angular de la taxonomía verde para que una actividad económica sea considerada sostenible es que contribuya de manera sustancial ("Substantial Contribution") a uno de los objetivos medioambientales definidos por la legislación europea (mitigación del cambio climático, protección y restauración de la biodiversidad y los ecosistemas, etc.). A su vez, no ha de causar daños significativos ("Do No Significant Harm", DNSH). Y tano el gas como la energía nuclear no cumplen con estos dos principios rectores, por lo que la propuesta de la Comisión Europea contraviene su propio criterio.

La energía nuclear no es ni verde, ni barata, ni segura. Su implantación en el pasado siempre ha requerido fuertes inversiones públicas y largos periodos de desarrollo y construcción. En un contexto de emergencia climática que requiere una rápida transición hacia las renovables, este tipo de energía no es ni útil ni eficaz ni eficiente. Según datos del   IPCC, el tiempo de construcción estimado para una planta solar o eólica puede variar, según la dimensión del proyecto, entre varios meses y 3 años. Pero en el caso de un reactor nuclear puede suponer entorno a una década, y aumentaría a dos si tenemos en cuenta no solo la etapa de construcción, sino todo el proceso necesario para conectarlo (permisos, licencias y puesta en marcha). Además, pretender alargar su vida requeriría fuertes inversiones que las compañías propietarias no están dispuestas a asumir y su deterioro lógico y paulatino con el paso del tiempo aumentará el riesgo de que se produzca un accidente nuclear cuyas consecuencias ya conocemos tras las catástrofes de Chernóbil en 1986 o Fukushima en 2011.

Si tenemos en cuenta el coste de generación eléctrica de cada tecnología, las cuentas no salen. Según datos de la   Agencia Internacional de la Energía, el coste medio en el caso de las energías eólica y solar se sitúa entre 32 y 49 €/MWh, mientras que el de la energía nuclear está en los 61-148 €/MWh. Si observamos las tendencias durante los últimos años, el coste de la energía nuclear ha aumentado respecto a la energía solar y eólica, que han disminuido en un 85% y un 50% respectivamente durante la última década. Es más que cuestionable considerar que la energía nuclear es barata, ya sea en centrales de nueva construcción o en las ya existentes y amortizadas que disfrutan de ingentes e inmerecidos beneficios caídos del cielo como consecuencia de la arquitectura y diseño del mercado eléctrico en la Unión Europea. Además, la construcción de nuevas plantas solo es viable cuando el Estado carga con una importante parte del coste, como puede ocurrir en Francia o China, o cuando se le garantiza un artificial e inflado retorno de inversión en forma de coste/kWh prefijado y garantizado, como en Estados Unidos o Reino Unido.

La generación de los peligrosos residuos radiactivos implica un altísimo riesgo medioambiental con un impacto devastador si son liberados al medio ambiente. Muchos de ellos son de larga vida, miles de años, y su radioactividad puede ser detectable durante más de un millón de años. No existen soluciones para almacenarlos a tan largo plazo y es probable que nunca las haya. Los potenciales almacenamientos geológicos profundos no resolverían el problema de la contaminación radiactiva al no ser barreras absolutas e imperturbables durante el largo periodo de tiempo que estos residuos permanecen activos. Estamos hablando de miles de años, y no hay garantía de que durante ese tiempo no vaya a haber perturbaciones geológicas que los liberen al medio ambiente, contaminándolo.

En lo relativo a la seguridad, cabe realizar la siguiente reflexión: el riesgo de accidente nuclear es directamente proporcional a la obsolescencia y alta de inversión de una planta nuclear. Además, genera un impacto ambiental, económico y en la vida de las personas afectadas de muy larga duración y gran magnitud.

A día de hoy no hay inversor privado que esté considerando poner su dinero en la cesta nuclear si no tiene respaldo público. La vía a este respaldo podría producirse de aprobarse la propuesta de taxonomía verde de la Comisión Europea, detrayendo valiosísimos fondos para la implantación de las energías renovables. De este modo, en vez de acelerar, se frenará la transición energética mediante tecnologías verdaderamente limpias y seguras.

En el caso del gas, la propuesta de la Comisión Europea es kafkiana ya que se trataría de pintar de verde un combustible fósil que seguiría incrementando las emisiones de gases de efecto invernadero.

El gas natural es un combustible fósil que está compuesto mayoritariamente por metano, que produce dióxido de carbono cuando se quema. Además, el metano es un gas de efecto invernadero en sí mismo y mucho más potente que el dióxido de carbono (87 veces en un horizonte de 20 años). Por ello, su liberación a la atmósfera provoca más cambio climático que su combustión.

No se puede considerar que el gas natural pueda ser una energía puente de transición hacia un sistema energético descarbonizado, y mucho menos que es menos perjudicial para el clima que otros combustibles fósiles. Esto es así porque no se pueden tener en cuenta únicamente las emisiones directas de dióxido de carbono que produce la combustión de gas natural obviando el impacto causado por las fugas y filtraciones de metano. Si tuviéramos en cuenta la acción combinada de las emisiones de dióxido de carbono y las filtraciones y escapes de metano a lo largo de todo el ciclo de vida, llegaríamos a la conclusión de que es un gas muy perjudicial en términos climáticos. Por tanto, como el metano tiene un potencial de calentamiento de la atmósfera mucho mayor que el dióxido de carbono.

Fomentar su uso al incluirlo en la taxonomía verde iría en contra de las demandas recogidas en el último informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático de Naciones Unidas: AR6 Climate Change 2021: The Physical Science Basis.

El uso de gas natural no contribuirá a mitigar el cambio climático durante la transición energética a un modelo 100% renovable, sino que incrementará su gravedad y frenará la solución. Alarga innecesariamente la dependencia energética de los combustibles fósiles.

Por todo ello, hay que celebrar que la posición oficial del Gobierno español sobre el Reglamento de la Taxonomía es contraria a que la energía nuclear y el gas sean consideradas vedes.

Conviene recordar que la propuesta de la Comisión Europea se tramita por la vía del acto delegado. Eso implica que para impedir que prospere el Consejo de la UE se debe contar con el rechazo de, al menos, 20 estados miembros que sumen el 65% de la población. Y lograr esos números no va a ser fácil. Aunque también hay que contar con que el Parlamento europeo tiene mucho que decir. Hay partido, veremos cómo acaba. La credibilidad y utilidad de la taxonomía verde europea, incluso el liderazgo internacional en la lucha contra el cambio climático, podrían verse seriamente amenazadas de prosperar la actual propuesta de la Comisión Europea.

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